tres capítulos (IV; V; VI)
IV. Caneto´s Flashback I
Yo quería montar bicicleta a los diez años. Cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996 y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré con amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido y concentrado que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Y entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a Los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, a cada rato, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía ropa nueva porque nunca la usaba. Me sentí como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, y con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí hacia una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando por fin pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos. Me dijeron, bien, muy bien, o buen intento.
Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero, como era de esperarse, yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos de aquel parque cerca a Los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a Los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar patines (porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas) fumando cigarrillos en el parque, que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade de mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación, y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta de nada, y antes de lo imaginado a la Gomi su novio ya le daba más vueltas que pollo a la brasa. Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer, o sino veíamos a los pájaros en algunos de los parques de los alrededores, o sino solíamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos fumábamos, nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas de amor (que en realidad ni siquiera escribía) a la Gomi. Se las pediríamos escritas a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. La Gomi (en realidad ya no recuerdo ni cómo se llamaba) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él. Y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no me quiero pelear con nadie. Y yo le dije: vamos, gordo, esta es tu oportunidad. ¿Qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
El gordo Manuel me miró:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Claro, hermano, mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen, en serio.
Fue así como una tarde de invierno de 1996 ó 1997, el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio contra su simpático y estúpido amigo del salón., nada más que eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El bueno del gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió. Finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces, en vista de la pena y de que no había nadie más alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parques escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con resinas photogray:
- Así parece.
Ya habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Alguno de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmm, entonces piensa que tendrás como para cinco o seis, o hasta siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clase.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, huevón. He llegado allí como a las once de la mañana, me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí. Se rieron de él, lo saludaron. La Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas de chocolate y dejó de llorar.
Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo. La Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- ¡Asu! Es como mierda.
- Sí. Es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije.- Yo sólo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían y después todo era azul. Había en el pasto de aquellas pequeñas flores amarillas que nos indicaban la llegada del verano. De repente salió el sol y la Hilacha preparaba un enorme canuto.
- Saben qué. Ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes. No me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio, hermano? Eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de diciembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí por las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel, volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Me entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber si por favor, alguno de ustedes tiene un encendedor, o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tarado ese de Gustavo Petrovich. Y entonces yo pensé que ya estaba puesto y pretendí estar drogado también. Incluso empecé a reírme de la nada. Pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro, que sino no pasaba nada (todo esto de darme de fumar parecía causarle placer) entonces le dije al gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha, hecho un adicto de mierda.
La Hilacha reía. Se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además, estaba con los ojos rojos y chinos como aquellos patos del Brasil, y cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.
V. Queen Jane
- Escucha -le dije a Lucía aquella tarde de invierno de 1997, un poco confundido pero con la seguridad de que lo que estaba haciendo era lo mejor.- Para empezar, tienes que darte cuenta y entender de que yo soy una mierda. No veo por qué dices que nos entendemos y que podemos llegar algo si seguimos con esto. Es simplemente absurdo, incoherente. Es una mierda...
Regresaba de la academia donde estudiaba supuestamente para ingresar a la Universidad. Ella y yo nos habíamos encontrado en un parque de Miraflores cerca al colegio religioso donde ella cursaba el tercer o cuarto año de secundaria. El parque donde estábamos sentados (en una banquita de concreto un poco maltratada por los años) había un pobre chico que corría y daba vueltas y vueltas alrededor nuestro en la vereda. Llevaba un polo de cachaco y tenía corte militar.
Desde donde yo me encontraba lo veía triste y aburrido de todo.
- Ahora te pones a llorar -le dije a Lucía- pero mañana me lo vas a agradecer, ¿entiendes por qué?
- ¿Por qué?
- Porque sé que el mundo da muchas vueltas y que tarde o temprano nos vamos a reencontrar, y no será para retomar esta relación ¿me entiendes?. Siento que, en determinado momento (tengo fe en ello) te darás cuenta de que lo mejor fue separarnos y ser sólo amigos...
- Vamos, Marcel -dijo más tarde, entre sollozos- ¿por qué no me dices de frente que estás aburrido de mí, que ya no te gusto y que has conseguido otra mejor que yo...?
Había conocido a una chica muy hermosa que coqueteaba conmigo, fumaba cigarrillos caros y veía películas francesas todo el tiempo.
- Sabes que no es así.
Lucía era bonita. Debajo de su uniforme verde y cuadriculado había un cuerpo ya formado. Había tenido la esperanza de que con el pasar de los años Lucía sería un bombón. Pero ahora tenía granos y lo que yo buscaba era algo más... ¿cómo decirlo? Algo más maduro, intransigente e irresponsable.
Por un minuto volví a pensar en cuando Lucía y yo nos conocimos, y casi pude ver a aquella chica que se mordía los labios y jugaba con su lapicero al momento de verme hablar y decir cosas importantes.
Pero a aquello le faltaba emoción. Estaba bueno salir con Lucía a caminar y pasear por el Centro Comercial y comprar helados. Saludar a sus padres y comer algo cada vez que la iba a dejar a su casa, en Los Álamos. Decir que era mi novia mientras ella sonreía y ocultaba algunos de los barritos que le salían constantemente en la frente, en la nariz o en la boca, cada vez que le venía la regla. Pero eso no era suficiente, lamentablemente, para mí al menos no lo era...
- Pero Marcel -Lucía elevó el tono de su voz- nunca estuve con alguien tanto tiempo... nunca quise tanto a otra persona...
- De verdad lo lamento.
Hubo una pausa larga en la que me dediqué a mirarme los zapatos.
- No. Marcel. No es cuestión de lamentarlo. -Lucía acabó con un paquetito de Kleenex y sacó de su mochila otro nuevo- No quiero tu pena. No me interesa. -Y después- He perdido nueve meses de mi vida con alguien que simplemente no me quería. Con alguien que un día vino y me dijo: se acabó.
El cielo había empalidecido.
- Mira, Lucía, yo nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes. Me conoces. Soy una persona demasiado inestable como para seguir con esto.
Lucía volvió a lagrimar. Ahora estaba quieta y no seguía ningún patrón. Por un minuto pensé que estaba meditando. Finalmente dijo:
- Te odio.
El chico que corría desapareció. Las aves volvieron a sus nidos. Algunos aviones atravesaron de par en par el cielo de Lima.
- Yo quiero ser escritor. -Y en seguida- Creo que no puedo seguir más contigo. Ya no puedo soportar más esto.
Lucía levantó su pequeña mochila verde y se fue.
Charlotte entró al salón de clases ese frío día de invierno de 1997 como atraída por un instinto asesino. Llevaba el pelo amarillo y lleno de rulos en la espalda, su caminar era inseguro y tambaleante.
Mala actitud la mía esa de pensar que la profesora de literatura en la academia horrible donde me encontraba coqueteaba conmigo. En realidad, lo único que hacía era guiñarme un ojo de vez en cuando e interesarse un tanto en mi aspecto. Finalmente (creo que fue un día lunes) después de salir de clases esperé a que Milagros terminara de discutir con ella algo del Siglo de oro español (creo que Milagros no entendía bien que el Siglo de oro español era precisamente español) y la profesora, Charlotte Nolteus, le gritaba:
- Escucha, ¿ves esta lista? ¿la vez? Aquí están los del RENACIMIENTO, ¿puedes leer RENACIMIENTO? Aquí ¿ves?. No tiene nada que ver con el Siglo de oro español...
Finalmente Charlotte terminó de hablar con ella, cogió su maleta y se dirigió a la puerta. Me preguntó, consternada:
- Marcel, hijo, ¿podrías explicarle el curso a tu amiga?
Lancé una carcajada.
- ¿Cómo piensa que yo voy a hacer que ella se lo aprenda?
Charlotte Nolteus firmó el registro académico.
- Mira. Yo sé que tu eres un chico inteligente. Si te interesa tu amiga puedes hacer que lea algo de Petrarca o de Sor Juana Inés de la Cruz...
Yo estaba vestido con una camisa de franela azul a cuadros y un polo medio psicodélico. Cualquiera es cualquiera, y pudo muy bien tomarme como un chibolo más entre todos en el salón (tenía el pelo largo y saludable, lleno de rulos, y también llevaba un jeans azul medio decolorado y una sonrisa estúpida en la cara) pero Charlotte Nolteus siguió voraz sus instintos.
- Dudo que yo pueda obligar a que alguien más lea... -finalicé.
Milagros metió todas sus cosas en su mochila y salió del salón haciendo una mueca indescifrable.
- Tu amiga no respeta mucho a los profesores qué digamos.
Volví a reírme.
- Es un tanto rebelde.
- ¿Y tú también eres rebelde?
- No.
Salimos. Afuera era un día helado de julio de 1997.
- Seguro te gusta leer, eres el que más interviene en clase.
Me mantuve callado.
- Lo que pasa es que yo quiero ser escritor.
- ¿Hablas en serio?
- Claro que sí.
Charlotte miró la avenida que se extendía entre árboles y postes de luz grises.
- Yo también soy escritora.
- En serio, y como qué cosas escribes -le pregunté.
- De todo un poco, ya sabes... cuentos, ensayos, poesía, novelas...
Charlotte Nolteus prendió un cigarrillo. Miré a mi alrededor. Luz del día nos daba cierto aspecto.
- Ah, entonces escribes en general.
- Eso depende mucho de mi estado de ánimo, y lo demás.
Charlotte Nolteus, todavía mi profesora, paró un taxi.
- Apuesto a que has leído a Kerouac... -alcanzó a decir.
- Claro...
- Muy bien, ya me enseñarás algo que hayas escrito la próxima clase.
- Por supuesto.
Charlotte, todavía mi profesora, me dio un beso en la cara.
- Sabes, luces bastante mayor para tener...
- Diecisiete.
- Eso...
Charlotte subió a su taxi y se alejó.
- Marcel.
- Profesora.
- Leí su texto.
- En serio.
- Creo que tienes mucho talento.
- ¿Usted piensa?
- Eres demasiado idealista.
- ¿Pero eso es un problema?
- Puede ser un gran problema.
Asentí.
- Pero en su caso, yo lo veo...
- Usted lo ve...
- Por favor, Marcel, ya deja de tratarme de usted.
Miré la pista y el asfalto.
- ¿Cómo decirlo? -Charlotte hablaba demasiado. Estaba vestida muy mal (llevaba un saco marrón y unas sandalias) y la gente a mi alrededor siempre la miraban con ojos desorbitados, como diciendo...
- ¿Por qué?
- Por qué qué, profesora.
Meneo la cabeza, y su pelo rizado y abultado en su espalda se movió con ella. En realidad parecía una chica loca de los años setentas como una Virginia Woolf liberada de todo prejuicio, o una protestante de la universidad de Berkeley...
- Tu tema, Marcel.
- Así que es mi tema.
Charlotte Nolteus sonrió.
- Me refiero a que tu tema es muy extraño. Es muy raro, en sí, que alguien escriba...
- ¿Extraño por qué?
- Quizás por la época...
- Entiendo.
- Tiene muy poco que ver con tu entorno.
Y en seguida Charlotte divagó.
- Pero eso no quiere decir otra cosa que tienes una gran capacidad de imaginación.
Sonreí.
Charlotte Nolteus preguntó:
- Dime, te apetece comer algo.
Me alarmé. Milagros y algunas amigas suyas miraron la escena excitadas.
Volví a sonreír.
- ¿Qué dices?
De repente me encontré muy confundido. Miré el KFC detrás mío. Charlotte Nolteus observó a Milagros y a sus amigas con una expresión desconcertante, era como si nada en el mundo le interese lo suficiente. Excepto yo.
- ¿Un café?
Meneé la cabeza.
- Sale.
Charlotte Nolteus paró un taxi y nos alejamos.
VI. The lonely and saddest story of Lili and her little animals I
- Caminaré por la vereda pisando estos asquerosos animales -dijo Roxana.
- Okay, no demoro.
Roxana frunció el ceño de una manera espantosa. Aquella mañana de 1998 (ahora tan lejana) ese verano en que los edificios de Las Torres de Limatambo se alzaron como una tremenda manifestación asexuada, yo hablaba con Miriam por teléfono (quien, por entonces, aún se llamaba Miriam) y en realidad, ahora que lo pienso, Miriam fue el gran amor de mi vida. Aquella mañana (porque supongo que serían las diez o las once de la mañana...) de 1998, en la que paseamos nosotras por esos pasajes y esos recovecos incógnitos en busca de algo bueno qué comer, miraba a Roxana (tan triste, tan sola) caminar por un pasaje que se perdería tras una canchita de fútbol de cemento, en donde unos cuántos chicos de tez oscura y sin polo se dieron cuenta de ella y la miraron fijamente.
- Huevona... -le dije a Miriam por teléfono, notablemente alterada- Roxi está mal, no sé qué le pasa...
Traté de alcanzarla con la vista. Encima mío el sol me derretía las pestañas. Roxana se perdió, sumergida en aquel pasaje.
- ¿Qué le pasa, Lili...?
Me acurruqué un poco más en la cabina telefónica.
- Ya te dije que no sé...
El cielo de febrero era azul y transparente. De manera que era fácil imaginarnos en la playa o en alguna situación más agradable.
Hubo una pausa en ambos lados de la línea telefónica.
Inserté otra moneda. Me puse sentimental.
- Vamos, Miriam... necesito verte...
Miriam aflojó. Por lo general no le gustaba que yo vaya hasta su departamento, el cual compartía con su hermano (una docena de veces mayor y más lista que ella) en uno de esos edificios enormes de Las Torres de Limatambo que parecía una ciudad entera del mismo color: básicamente rojiza y anaranjada...
- Está bien. Espérenme allí. Espérenme nada más un par de minutos... -Arguyó Miriam.
Colgué el aparato y aminoré el paso conforme fui avanzando; guardé en mi bolsillo un par de monedas. Desde Breña hasta Las Torres de Limatambo había, digamos, cierto espacio que ocupaba tiempo. Y yo, durante aquel verano, recuerdo que usé un par de pantalones tipo jean muy delgados y de colores chillones.
Busqué a Roxana a mi alrededor.
- ¿Dónde estabas?
- Aquí estaba, Lili... ¿dónde más?
Roxana llevaba un canuto prendido entre sus dedos. Me lo pasó después de fumar un buen rato, y en seguida le dije:
- Hace demasiado calor, ¿verdad?
Y ahora que lo pienso, debe haber sido una pregunta muy estúpida, porque Roxana me miró con una cara de demonio que pocas veces se la he visto impregnada.
- ¿Y tú qué crees?
Aquello me provocó mucha pena.
Le propiné un par de besos. Uno en la frente, otro en la mejilla. Se le veía con tantas ganas de largarse y de dejar todos sus problemas sembrados en la tierra, allí, tras una cancha de fútbol, en un inhóspito lugar en Las Torres de Limatambo; y me volví a apoyar en la pared, junto a ella, y seguí fumando.
- Lili, no sé qué hacer -susurró-. No tengo ideas...
- Así pasa, así pasa a veces... -Le aseguré.
Luego vi todos esos caracoles aplastados mientras Miriam se acercaba; en su pelo mojado aún se sentían las gotas de agua resbalar, y estaban todos estos asquerosos cadáveres esparcidos por la tierra, mientras Roxana aún tenía aquel varulo sostenido entre sus dedos, nos miraba mientras nosotras dos nos saludamos y nos dimos un par de besos calientes en las mejillas.
- ¿Qué sucede?
- Nada... -le dije, aunque en definitiva pasaba algo- Roxana y yo anoche terminamos bebiendo... -y lo decía porque anoche habíamos estado juntas y, efectivamente, habíamos estado bebiendo-. Creo que hay algo que no nos quiere contar... -aseguré.
Luego de un suspiro, proseguí:
- En realidad no tengo ni idea de lo que pasa... -Y es que estaba demasiado preocupada pensando en Miriam y en lo hermosa que era, mientras ella se enfrentaba al sol una mañana de febrero cualquiera después de un duchazo.- Bien, creo que eso es todo.
- Bueno... -dijo por fin Miriam.- ¿Qué hay, Roxi? -Finalizó.
Miriam era de contextura delgada y tal vez demasiado baja. El sol de la mañana nos caía en la cara.
Roxana, que estaba tan dispersa (casi en otro mundo) la miró por un segundo antes de darle una nueva pitada a su enorme varulo, y luego botó un montón de humo que quedó flotando en el aire antes de desaparecer. Luego se ajustó el pantalón que llevaba puesto y en donde se encontraban también colores fosforescentes.
Roxana hacía malabares, llevaba consigo cosas...
- Estoy embarazada -dijo por fin.
En cambio, Miriam llevaba un bolso, y en este bolso había una serie de cosas. También llevaba un polo delgado que hacían resaltar sus senos y su pelo, que por lo general se le veía amarillo, o castaño, lo tenía ahora negro, debido a que estaba húmedo y amarrado en una media cola.
Y en ese instante ella me miró. Yo deseé con todas mis fuerzas poder llevarla a una cama donde sacarle de a pocos la ropa.
- ¿Estás segura? -Le preguntó Miriam- ¿Estás completamente segura de ello?
Las tres permanecimos de pié, y miramos la canchita de fulbito despegar. Sujeté a Miriam por un segundo y apoyé mi cabeza en su hombro.
Roxana reaccionó incómoda.
- ¡Maldita sea! -Gritó.
El edificio en el que nos encontrábamos apoyadas era rojo, como casi todos los demás. Y encima nuestro cada ventana traía algo especial. Un color diferente o una cortina distinta. Persianas, o cualquier otra cosa. En una de ellas logré divisar alguna colección de muñecas Barbie e innumerables ositos de felpa. Logré divisar un Garfield color rojo que no me interesó para nada.
Yo era muy joven aún, y no me cuestioné el destino de Roxana.
- Vamos por unas cervezas -gritó.
- ¿Tú crees?
- Sí. Vamos...
Miriam y yo la abrazamos.
Yo quería montar bicicleta a los diez años. Cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996 y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré con amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido y concentrado que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Y entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a Los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, a cada rato, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía ropa nueva porque nunca la usaba. Me sentí como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, y con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí hacia una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando por fin pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos. Me dijeron, bien, muy bien, o buen intento.
Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero, como era de esperarse, yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos de aquel parque cerca a Los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a Los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar patines (porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas) fumando cigarrillos en el parque, que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade de mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación, y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta de nada, y antes de lo imaginado a la Gomi su novio ya le daba más vueltas que pollo a la brasa. Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer, o sino veíamos a los pájaros en algunos de los parques de los alrededores, o sino solíamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos fumábamos, nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas de amor (que en realidad ni siquiera escribía) a la Gomi. Se las pediríamos escritas a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. La Gomi (en realidad ya no recuerdo ni cómo se llamaba) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él. Y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no me quiero pelear con nadie. Y yo le dije: vamos, gordo, esta es tu oportunidad. ¿Qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
El gordo Manuel me miró:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Claro, hermano, mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen, en serio.
Fue así como una tarde de invierno de 1996 ó 1997, el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio contra su simpático y estúpido amigo del salón., nada más que eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El bueno del gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió. Finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces, en vista de la pena y de que no había nadie más alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parques escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con resinas photogray:
- Así parece.
Ya habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Alguno de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmm, entonces piensa que tendrás como para cinco o seis, o hasta siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clase.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, huevón. He llegado allí como a las once de la mañana, me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí. Se rieron de él, lo saludaron. La Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas de chocolate y dejó de llorar.
Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo. La Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- ¡Asu! Es como mierda.
- Sí. Es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije.- Yo sólo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían y después todo era azul. Había en el pasto de aquellas pequeñas flores amarillas que nos indicaban la llegada del verano. De repente salió el sol y la Hilacha preparaba un enorme canuto.
- Saben qué. Ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes. No me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio, hermano? Eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de diciembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí por las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel, volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Me entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber si por favor, alguno de ustedes tiene un encendedor, o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tarado ese de Gustavo Petrovich. Y entonces yo pensé que ya estaba puesto y pretendí estar drogado también. Incluso empecé a reírme de la nada. Pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro, que sino no pasaba nada (todo esto de darme de fumar parecía causarle placer) entonces le dije al gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha, hecho un adicto de mierda.
La Hilacha reía. Se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además, estaba con los ojos rojos y chinos como aquellos patos del Brasil, y cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.
V. Queen Jane
- Escucha -le dije a Lucía aquella tarde de invierno de 1997, un poco confundido pero con la seguridad de que lo que estaba haciendo era lo mejor.- Para empezar, tienes que darte cuenta y entender de que yo soy una mierda. No veo por qué dices que nos entendemos y que podemos llegar algo si seguimos con esto. Es simplemente absurdo, incoherente. Es una mierda...
Regresaba de la academia donde estudiaba supuestamente para ingresar a la Universidad. Ella y yo nos habíamos encontrado en un parque de Miraflores cerca al colegio religioso donde ella cursaba el tercer o cuarto año de secundaria. El parque donde estábamos sentados (en una banquita de concreto un poco maltratada por los años) había un pobre chico que corría y daba vueltas y vueltas alrededor nuestro en la vereda. Llevaba un polo de cachaco y tenía corte militar.
Desde donde yo me encontraba lo veía triste y aburrido de todo.
- Ahora te pones a llorar -le dije a Lucía- pero mañana me lo vas a agradecer, ¿entiendes por qué?
- ¿Por qué?
- Porque sé que el mundo da muchas vueltas y que tarde o temprano nos vamos a reencontrar, y no será para retomar esta relación ¿me entiendes?. Siento que, en determinado momento (tengo fe en ello) te darás cuenta de que lo mejor fue separarnos y ser sólo amigos...
- Vamos, Marcel -dijo más tarde, entre sollozos- ¿por qué no me dices de frente que estás aburrido de mí, que ya no te gusto y que has conseguido otra mejor que yo...?
Había conocido a una chica muy hermosa que coqueteaba conmigo, fumaba cigarrillos caros y veía películas francesas todo el tiempo.
- Sabes que no es así.
Lucía era bonita. Debajo de su uniforme verde y cuadriculado había un cuerpo ya formado. Había tenido la esperanza de que con el pasar de los años Lucía sería un bombón. Pero ahora tenía granos y lo que yo buscaba era algo más... ¿cómo decirlo? Algo más maduro, intransigente e irresponsable.
Por un minuto volví a pensar en cuando Lucía y yo nos conocimos, y casi pude ver a aquella chica que se mordía los labios y jugaba con su lapicero al momento de verme hablar y decir cosas importantes.
Pero a aquello le faltaba emoción. Estaba bueno salir con Lucía a caminar y pasear por el Centro Comercial y comprar helados. Saludar a sus padres y comer algo cada vez que la iba a dejar a su casa, en Los Álamos. Decir que era mi novia mientras ella sonreía y ocultaba algunos de los barritos que le salían constantemente en la frente, en la nariz o en la boca, cada vez que le venía la regla. Pero eso no era suficiente, lamentablemente, para mí al menos no lo era...
- Pero Marcel -Lucía elevó el tono de su voz- nunca estuve con alguien tanto tiempo... nunca quise tanto a otra persona...
- De verdad lo lamento.
Hubo una pausa larga en la que me dediqué a mirarme los zapatos.
- No. Marcel. No es cuestión de lamentarlo. -Lucía acabó con un paquetito de Kleenex y sacó de su mochila otro nuevo- No quiero tu pena. No me interesa. -Y después- He perdido nueve meses de mi vida con alguien que simplemente no me quería. Con alguien que un día vino y me dijo: se acabó.
El cielo había empalidecido.
- Mira, Lucía, yo nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes. Me conoces. Soy una persona demasiado inestable como para seguir con esto.
Lucía volvió a lagrimar. Ahora estaba quieta y no seguía ningún patrón. Por un minuto pensé que estaba meditando. Finalmente dijo:
- Te odio.
El chico que corría desapareció. Las aves volvieron a sus nidos. Algunos aviones atravesaron de par en par el cielo de Lima.
- Yo quiero ser escritor. -Y en seguida- Creo que no puedo seguir más contigo. Ya no puedo soportar más esto.
Lucía levantó su pequeña mochila verde y se fue.
Charlotte entró al salón de clases ese frío día de invierno de 1997 como atraída por un instinto asesino. Llevaba el pelo amarillo y lleno de rulos en la espalda, su caminar era inseguro y tambaleante.
Mala actitud la mía esa de pensar que la profesora de literatura en la academia horrible donde me encontraba coqueteaba conmigo. En realidad, lo único que hacía era guiñarme un ojo de vez en cuando e interesarse un tanto en mi aspecto. Finalmente (creo que fue un día lunes) después de salir de clases esperé a que Milagros terminara de discutir con ella algo del Siglo de oro español (creo que Milagros no entendía bien que el Siglo de oro español era precisamente español) y la profesora, Charlotte Nolteus, le gritaba:
- Escucha, ¿ves esta lista? ¿la vez? Aquí están los del RENACIMIENTO, ¿puedes leer RENACIMIENTO? Aquí ¿ves?. No tiene nada que ver con el Siglo de oro español...
Finalmente Charlotte terminó de hablar con ella, cogió su maleta y se dirigió a la puerta. Me preguntó, consternada:
- Marcel, hijo, ¿podrías explicarle el curso a tu amiga?
Lancé una carcajada.
- ¿Cómo piensa que yo voy a hacer que ella se lo aprenda?
Charlotte Nolteus firmó el registro académico.
- Mira. Yo sé que tu eres un chico inteligente. Si te interesa tu amiga puedes hacer que lea algo de Petrarca o de Sor Juana Inés de la Cruz...
Yo estaba vestido con una camisa de franela azul a cuadros y un polo medio psicodélico. Cualquiera es cualquiera, y pudo muy bien tomarme como un chibolo más entre todos en el salón (tenía el pelo largo y saludable, lleno de rulos, y también llevaba un jeans azul medio decolorado y una sonrisa estúpida en la cara) pero Charlotte Nolteus siguió voraz sus instintos.
- Dudo que yo pueda obligar a que alguien más lea... -finalicé.
Milagros metió todas sus cosas en su mochila y salió del salón haciendo una mueca indescifrable.
- Tu amiga no respeta mucho a los profesores qué digamos.
Volví a reírme.
- Es un tanto rebelde.
- ¿Y tú también eres rebelde?
- No.
Salimos. Afuera era un día helado de julio de 1997.
- Seguro te gusta leer, eres el que más interviene en clase.
Me mantuve callado.
- Lo que pasa es que yo quiero ser escritor.
- ¿Hablas en serio?
- Claro que sí.
Charlotte miró la avenida que se extendía entre árboles y postes de luz grises.
- Yo también soy escritora.
- En serio, y como qué cosas escribes -le pregunté.
- De todo un poco, ya sabes... cuentos, ensayos, poesía, novelas...
Charlotte Nolteus prendió un cigarrillo. Miré a mi alrededor. Luz del día nos daba cierto aspecto.
- Ah, entonces escribes en general.
- Eso depende mucho de mi estado de ánimo, y lo demás.
Charlotte Nolteus, todavía mi profesora, paró un taxi.
- Apuesto a que has leído a Kerouac... -alcanzó a decir.
- Claro...
- Muy bien, ya me enseñarás algo que hayas escrito la próxima clase.
- Por supuesto.
Charlotte, todavía mi profesora, me dio un beso en la cara.
- Sabes, luces bastante mayor para tener...
- Diecisiete.
- Eso...
Charlotte subió a su taxi y se alejó.
- Marcel.
- Profesora.
- Leí su texto.
- En serio.
- Creo que tienes mucho talento.
- ¿Usted piensa?
- Eres demasiado idealista.
- ¿Pero eso es un problema?
- Puede ser un gran problema.
Asentí.
- Pero en su caso, yo lo veo...
- Usted lo ve...
- Por favor, Marcel, ya deja de tratarme de usted.
Miré la pista y el asfalto.
- ¿Cómo decirlo? -Charlotte hablaba demasiado. Estaba vestida muy mal (llevaba un saco marrón y unas sandalias) y la gente a mi alrededor siempre la miraban con ojos desorbitados, como diciendo...
- ¿Por qué?
- Por qué qué, profesora.
Meneo la cabeza, y su pelo rizado y abultado en su espalda se movió con ella. En realidad parecía una chica loca de los años setentas como una Virginia Woolf liberada de todo prejuicio, o una protestante de la universidad de Berkeley...
- Tu tema, Marcel.
- Así que es mi tema.
Charlotte Nolteus sonrió.
- Me refiero a que tu tema es muy extraño. Es muy raro, en sí, que alguien escriba...
- ¿Extraño por qué?
- Quizás por la época...
- Entiendo.
- Tiene muy poco que ver con tu entorno.
Y en seguida Charlotte divagó.
- Pero eso no quiere decir otra cosa que tienes una gran capacidad de imaginación.
Sonreí.
Charlotte Nolteus preguntó:
- Dime, te apetece comer algo.
Me alarmé. Milagros y algunas amigas suyas miraron la escena excitadas.
Volví a sonreír.
- ¿Qué dices?
De repente me encontré muy confundido. Miré el KFC detrás mío. Charlotte Nolteus observó a Milagros y a sus amigas con una expresión desconcertante, era como si nada en el mundo le interese lo suficiente. Excepto yo.
- ¿Un café?
Meneé la cabeza.
- Sale.
Charlotte Nolteus paró un taxi y nos alejamos.
VI. The lonely and saddest story of Lili and her little animals I
- Caminaré por la vereda pisando estos asquerosos animales -dijo Roxana.
- Okay, no demoro.
Roxana frunció el ceño de una manera espantosa. Aquella mañana de 1998 (ahora tan lejana) ese verano en que los edificios de Las Torres de Limatambo se alzaron como una tremenda manifestación asexuada, yo hablaba con Miriam por teléfono (quien, por entonces, aún se llamaba Miriam) y en realidad, ahora que lo pienso, Miriam fue el gran amor de mi vida. Aquella mañana (porque supongo que serían las diez o las once de la mañana...) de 1998, en la que paseamos nosotras por esos pasajes y esos recovecos incógnitos en busca de algo bueno qué comer, miraba a Roxana (tan triste, tan sola) caminar por un pasaje que se perdería tras una canchita de fútbol de cemento, en donde unos cuántos chicos de tez oscura y sin polo se dieron cuenta de ella y la miraron fijamente.
- Huevona... -le dije a Miriam por teléfono, notablemente alterada- Roxi está mal, no sé qué le pasa...
Traté de alcanzarla con la vista. Encima mío el sol me derretía las pestañas. Roxana se perdió, sumergida en aquel pasaje.
- ¿Qué le pasa, Lili...?
Me acurruqué un poco más en la cabina telefónica.
- Ya te dije que no sé...
El cielo de febrero era azul y transparente. De manera que era fácil imaginarnos en la playa o en alguna situación más agradable.
Hubo una pausa en ambos lados de la línea telefónica.
Inserté otra moneda. Me puse sentimental.
- Vamos, Miriam... necesito verte...
Miriam aflojó. Por lo general no le gustaba que yo vaya hasta su departamento, el cual compartía con su hermano (una docena de veces mayor y más lista que ella) en uno de esos edificios enormes de Las Torres de Limatambo que parecía una ciudad entera del mismo color: básicamente rojiza y anaranjada...
- Está bien. Espérenme allí. Espérenme nada más un par de minutos... -Arguyó Miriam.
Colgué el aparato y aminoré el paso conforme fui avanzando; guardé en mi bolsillo un par de monedas. Desde Breña hasta Las Torres de Limatambo había, digamos, cierto espacio que ocupaba tiempo. Y yo, durante aquel verano, recuerdo que usé un par de pantalones tipo jean muy delgados y de colores chillones.
Busqué a Roxana a mi alrededor.
- ¿Dónde estabas?
- Aquí estaba, Lili... ¿dónde más?
Roxana llevaba un canuto prendido entre sus dedos. Me lo pasó después de fumar un buen rato, y en seguida le dije:
- Hace demasiado calor, ¿verdad?
Y ahora que lo pienso, debe haber sido una pregunta muy estúpida, porque Roxana me miró con una cara de demonio que pocas veces se la he visto impregnada.
- ¿Y tú qué crees?
Aquello me provocó mucha pena.
Le propiné un par de besos. Uno en la frente, otro en la mejilla. Se le veía con tantas ganas de largarse y de dejar todos sus problemas sembrados en la tierra, allí, tras una cancha de fútbol, en un inhóspito lugar en Las Torres de Limatambo; y me volví a apoyar en la pared, junto a ella, y seguí fumando.
- Lili, no sé qué hacer -susurró-. No tengo ideas...
- Así pasa, así pasa a veces... -Le aseguré.
Luego vi todos esos caracoles aplastados mientras Miriam se acercaba; en su pelo mojado aún se sentían las gotas de agua resbalar, y estaban todos estos asquerosos cadáveres esparcidos por la tierra, mientras Roxana aún tenía aquel varulo sostenido entre sus dedos, nos miraba mientras nosotras dos nos saludamos y nos dimos un par de besos calientes en las mejillas.
- ¿Qué sucede?
- Nada... -le dije, aunque en definitiva pasaba algo- Roxana y yo anoche terminamos bebiendo... -y lo decía porque anoche habíamos estado juntas y, efectivamente, habíamos estado bebiendo-. Creo que hay algo que no nos quiere contar... -aseguré.
Luego de un suspiro, proseguí:
- En realidad no tengo ni idea de lo que pasa... -Y es que estaba demasiado preocupada pensando en Miriam y en lo hermosa que era, mientras ella se enfrentaba al sol una mañana de febrero cualquiera después de un duchazo.- Bien, creo que eso es todo.
- Bueno... -dijo por fin Miriam.- ¿Qué hay, Roxi? -Finalizó.
Miriam era de contextura delgada y tal vez demasiado baja. El sol de la mañana nos caía en la cara.
Roxana, que estaba tan dispersa (casi en otro mundo) la miró por un segundo antes de darle una nueva pitada a su enorme varulo, y luego botó un montón de humo que quedó flotando en el aire antes de desaparecer. Luego se ajustó el pantalón que llevaba puesto y en donde se encontraban también colores fosforescentes.
Roxana hacía malabares, llevaba consigo cosas...
- Estoy embarazada -dijo por fin.
En cambio, Miriam llevaba un bolso, y en este bolso había una serie de cosas. También llevaba un polo delgado que hacían resaltar sus senos y su pelo, que por lo general se le veía amarillo, o castaño, lo tenía ahora negro, debido a que estaba húmedo y amarrado en una media cola.
Y en ese instante ella me miró. Yo deseé con todas mis fuerzas poder llevarla a una cama donde sacarle de a pocos la ropa.
- ¿Estás segura? -Le preguntó Miriam- ¿Estás completamente segura de ello?
Las tres permanecimos de pié, y miramos la canchita de fulbito despegar. Sujeté a Miriam por un segundo y apoyé mi cabeza en su hombro.
Roxana reaccionó incómoda.
- ¡Maldita sea! -Gritó.
El edificio en el que nos encontrábamos apoyadas era rojo, como casi todos los demás. Y encima nuestro cada ventana traía algo especial. Un color diferente o una cortina distinta. Persianas, o cualquier otra cosa. En una de ellas logré divisar alguna colección de muñecas Barbie e innumerables ositos de felpa. Logré divisar un Garfield color rojo que no me interesó para nada.
Yo era muy joven aún, y no me cuestioné el destino de Roxana.
- Vamos por unas cervezas -gritó.
- ¿Tú crees?
- Sí. Vamos...
Miriam y yo la abrazamos.
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